Cuento de vergüenza ajena (no soy Rodari)

El primer día que bajó por las escaleras estaba convencido de cumplir su reto. Después de varios intentos en los que se quedaba corto, se pasaba de largo o no conseguía mantener el equilibrio, dio el salto preciso para alcanzar el bordillo desde la puerta de su casa. Después, todo era coser y cantar, circular por el el filo de la acera hasta llegar a la escuela. Comenzó a desfilar titubeante, precavido de no caer a la calzada y de no desviarse del bordillo. Pero cual fue su sorpresa que, tras un garbeo intenso y medido paso a paso, se encontró de nuevo delante de su portal. Estaba claro que la primera norma (no pisar JAMÁS todo lo que no sea bordillo) no le servía. Y encima no llegaba a tiempo a clase, aunque eso no le preocupaba más que buscar una solución a su problema.

El segundo día decidió introducir una segunda norma (se podía pisar la calzada pero SÓLO por los pasos de cebra y SÓLO por la pisando la pintura blanca). Esta vez sólo necesitó tres intentos para alcanzar el bordillo y ponerse en marcha. La idea le permitió por primera vez divisar a lo lejos un esbozo de lo que era su escuela, pero el trayecto se eternizaba porque encontrar un paso de cebra en un pueblo como el suyo era casi tan difícil como encontrar a la misma cebra. Tan metido estaba en su aventura que sólo cuando escuchó de fondo el timbre de la escuela cayó en la cuenta de que volvía a llegar tarde. Que la profesora le diera un aviso entraba dentro de lo previsto; lo que no entraba es que fuera motivo de mofa de sus compañeros. Cuando se fue a la cama no podía pegar ojo y hecho una pelota se pasó la noche intentado hallar una solución a tan complicado desafío.

Ya en el tercer día el salto de su puerta al bordillo era una técnica que tenía perfectamente dominada y en un tris estaba haciendo equilibrios rumbo a la escuela sabedor que esta vez era la buena ya que se valdría de una tercera norma (se puede ayudar de TODO aquello que no sea calzada o acera) que, esta vez sí, le llevaría hasta la victoria. Así podía pisar las líneas que separaban los carriles de la calzada, apoyarse en los parachoques de los coches y en el último tramo, el más complicado, aferrarse a las verjas y a los salientes de los ladrillos. De golpe, y sin pretenderlo, había inventado el parkour y la escalada. Llegó una hora y media tarde a clase y su profesora no tuvo más remedio que castigarle sin recreo (pero después de eso el recreo había dejado de tener sentido); los compañeros con ganas de burla desistieron desanimados al verse incapaces de borrar la alucinada sonrisa que se le dibujaba en la cara; pero sus padres protestaron porque “ese niño chalado” se había encaramado en sus ventanas, despeñado sus macetas y abollado la carrocería de sus autos”. Y es que, a veces, las grandes gestas tardan su tiempo en ser reconocidas.

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