La singularidad de una época viene marcada por una serie de acontecimientos distintivos que perfilan y dan forma a su personalidad. Describe a sus ciudadanos y avanza las coordenadas de su comportamiento en las siguientes décadas. Del mismo modo, cada periodo tiene una literatura que deja constancia de estos cambios, que pasa factura en su presente y proyecta a las siguientes generaciones una realidad que, en el caso que nos ocupa, es de esas de que hacen desviar la mirada por temor a enfrentarse a ella. En la época de la Gran Depresión, ese acontecimiento no fue otro que el Crack del 29. Y ese puesto de relator no lo ocupó otro que John Steinbeck (Salitas, California, 1902), escritor por vocación y por el indeleble sentimiento de compromiso social, de los que entienden el libro como ariete de conciencias, de los que se sirven de él como de si una caja de resonancia, que se hiciera oír de una punta a la otra de Norteamérica, se tratase.
Si la década de los veinte se ha erigido como la década del despendole, el engaño, la opulencia y de vivir por encima de las posibilidades de cada uno sin parar a pensar en sus consecuencias, la de los treinta fue la de la crudísima realidad, el duro despertar en día de resaca, las cuentas pendientes por saldar, los embargos, el paro, la pobreza y la marginación. Si en el primer caso, Scott Fitzgerald o John Dos Passos reflejaron magníficamente el auge de una sociedad en paralelo a la flecha de los índices bursarios, autores como Steinbeck o Erskine Caldwell y, desde otra perspectiva, la novela negra de Dashiell Hammett se encargaron de mostrar el abrupto desplome hacia la realidad. De esa época, de ese momento concreto, nace la prosa de Steinbeck, que es el reflejo de una generación pérdida de verdad (y no en términos literarios), que no llegaron a tiempo para disfrutar de las voluptuosidades de los años felices, de la posibilidad de darse el gran golpe.
Demarcándose del camino tomado por el resto de autores contemporáneos, Steinbeck demostró que no hacía falta traspasar fronteras ni saltar el charco, en ese particular Erasmus bélico para escritores norteamericanos en racha (como Hemingway o Ezra Pound) que fue la Europa de entreguerras, en busca de un conflicto que se acomodase a las exigencias ideológicas particulares. El mundo que refleja John Steinbeck estaba a la vuelta de la esquina dentro de los límites de su hasta entonces próspero país. Con abrir bien los ojos, salir de la ciudad y avanzar por los márgenes de las carreteras que surcan todo el Estado de California ya bastaba. Allí, hacinados en poblados de chabolas de cartón y piezas de vertedero (en el mejor de los casos) se encontraba el fiel reflejo de una crisis recrudecida, ya que a la fallida de la especulación inmisericorde se le sumaba la desdicha de las inclemencias meteorológicas.
A mediados de la década de los 30 unos cuatrocientos mil pequeños granjeros procedentes del Medio Oeste se vieron obligadas a emigrar a California impelidos por los desmanes de la Dust Bowl, una sucesión de tormentas de polvo que asolaron varios Estados del interior del país. La sequía consecuente dejó yerma e impracticables las tierras de cultivo y obligaron a que estos okies tuvieran que vender sus propiedades y abandonar sus lugares de procedencia para buscarse el pan haciendo de temporeros en las distintas cosechas de las más prosperas tierras del Pacifico, en unas condiciones que rallaban la esclavitud. Pasaron de ser dueños de sus propias cosechas, a emplearse en la de los demás. De ser oriundos de una región a nómadas forzosos. De ser autosuficientes a necesitar de las ayuda estatales. De dirigir sus vidas a no tener derecho alguno.
En esas circunstancias nace Los vagabundos de la cosecha, una compilación de reportajes periodísticos (que en la presente edición cuenta con un magnifico prólogo de Eduardo Jordá, ilustrativo y contextualizador) que a partir de una exposición sencilla y desgarradora narra las indignas condiciones de vida de estos braceros.
Con este libro seminal (Las Uvas de la ira no es nada más, y nada menos, que una edición ampliada y novelada de Los vagabundos…) Steinbeck abrió los ojos de una América que aun se encontraba en estado de shock preguntándose que demonios había sucedido para haber llegado a ese extremo. Y lo consiguió por varios motivos: porque la coyuntura lo permitía (la depresión llegó a todas las capas de la sociedad, excepto a aquellos que vieron que el negocio estaba en lucrarse de las miserias de los hundidos), porque en este caso los braceros eran mas cercanos que los japoneses, filipinos o mexicanos que previamente habían desempeñado ese trabajo (otro sector de la población al que el autor tampoco dio la espalda, como queda reflejado en Tortilla Flat), pero sobre todo porque Steinbeck está dotado de una escritura maravillosa, conmovedora a la par que hiriente, con un lenguaje que hace de la sencillez su principal virtud (sin artificios ni veleidades, sin tecnicismos ni una sucesión de datos inertes) capaz de capturar esa atmósfera descorazonadora a base de descripciones meticulosas y clarividentes, ejemplos simples y efectivos y unos retratos de personajes con los que te solidarizas, no por sus cualidades humanas, si no por el trato difamatorio e indigno al que se ven sometidos. Pocas veces con tan poco se ha podido expresar tanto. Pocas veces en un texto se tiene la sensación que no sobra ni una coma y, a la vez, que no se echa en falta ni un espacio.
A esto ayuda el hecho de que Steinbeck sea un escritor que no se apoya en el paternalismo vacuo, que no busca la compasión del lector sobre sus personajes. No necesita ningún tipo de afectación impostada para calar hondo, porque aquí no se habla sobre la bondad de las personas si no que se muestra las miserias morales de aquel que se ve desprovisto de su dignidad, del “lugar que legítimamente le corresponde en la sociedad y, por consiguiente, su ética social”, tal como clama el autor californiano. Es por eso que rehuye de las lecturas positivistas: una de las constantes de su obra es la incidir en la espiral destructiva que aboca este escenario. Cuando uno cae en el pozo es muy poco probable que se pueda salir de él.
Porque una de las particularidades de Los vagabundos de la noche es su cariz periodístico que rehúye de lo novelado, un factor diferenciador sobre el resto de su obra. La acusación es directa y no soterrada tras una trama como en De ratones y hombres o La perla. Aquí se denuncia implacablemente las insalubres condiciones de vida de sus protagonistas, las despiadadas prácticas laborales, sus míseros sueldos (que no les permite en ningún momento poder aspirar a algo más), el tiranismo de los patrones agrícolas, el desprecio de sus conciudadanos, la incompetencia burocrática y la dejadez de las autoridades. Y, al mismo tiempo, se elabora un pormenorizado estudio psicológico sobre la degradación moral de los temporeros y se aventura a aportar soluciones incidiendo en los puntos a mejorar.
Como acompañamiento al trabajo de Steinbeck, quedarían las archifamosas instantáneas (algunas de ellas incluidas en esta edición) que la fotógrafa Dorothea Lange recogería en su periplo por los diferentes poblados diseminados a lo largo del Estado californiano. Instantáneas de una crudeza desarmante que inmortalizan la espiral decadente de los temporeros, y que no hacen más que dar validez a las imágenes que se proyectan en nuestra mente al leer Los Vagabundos de la cosecha.
La carrera posterior de Steinbeck continuaría por las coordenadas que este título habría marcado: el compromiso con los desfavorecidos y el perfeccionamiento de una literatura sencilla, detallada y emotiva. Conocería el éxito absoluto con sus obras posteriores y triunfaría llevando gran parte de ellas al cine, con la versión de John Ford de Las uvas… como ejemplo claro de que con esfuerzo y confianza las adaptaciones son capaces de honrar a la obra que representan. En 1962 lograría el premio Nobel, una concesión muy discutida por aquellos que siempre han tachado de sensiblero y afectado el global de su obra. Seguramente sean esa gente que no ha pisado, ni ha convivido con los personajes que Steinbeck presenta. Seguramente sean de esos que siempre dicen y dicen, pero nunca hacen. Steinbeck, en cambio, dedicó su vida a hacer con lo que decía. Y a no perder el tiempo en pensar en lo que decían y decían.
Título: Los vagabundos de la cosecha
Autor: John Steinbeck.
Editor: Libros del asteroide.
Nº de páginas: 86.
Año de edición: 1936.