Yo vivía en una granja, algo que así, a secas, suena fabuloso, idílico y soleado. Pero como las vidas interesantes no son planas y de las segundas lecturas uno siempre extrae las mejores lecciones, la historia, por supuesto, era bien distinta. Yo vivía en una granja que no era ni más ni menos que el único sitio que mis padres se podían costear, y eso agradeciendo la suerte de contar con enchufe familiar: ese emplazamiento fue la primera pica social, en la conquista del pan y el bienestar (versión risueña de huida del hambre y la desesperanza) de mis sufridos abuelos. Y la verdad es que tampoco podíamos quejarnos porque esa granja, que por no ser no era ni granja (simplemente la llamaban así porque masia era una palabra que aun no había entrado en el vocabulario limitado, unidireccional pero funcional de mis muy andaluces e iletrados padres), era la guinda de un conjunto de chozas desvencijadas transformadas por la necesidad, el tesón y un plus de imaginación en hogares por aquellos que venían con los bolsillos vacíos y la necesidad de encontrar cobijo a bajo coste.
En esas, nosotros nos agenciamos la mejor morada de todas. No es que fuéramos de un rango superior al resto de vecinos, simplemente habíamos llegado antes (eso, y que mi abuelo se había convertido en el conserje del campo de fútbol municipal, el mejor oficio del mundo para un crío de tres años). Nuestra pequeña comuna de espaldas partidas, vivían en antiguas cuadras adecentadas discretamente con el fin de dar la impresión de que eran pequeños hogares. Allí donde asomaba una llar de foc se adivinaba una útil cocina. Donde se insinuaba una catástrofe eléctrica (para los más impacientes, saltar a la segunda mitad del relato) se vislumbraba una oportunidad para traer algo de luz a las viviendas. Cortinas confeccionadas de retales desperdigados servían para dividir las estancias y las ollas que daban de comer hacían de improvisadas bañeras para los pequeños. Era un conjunto de viviendas humildes pero jamás, jamás, sucias, que para eso ya estaban las dichosas y dedicadas madres andaluzas, implacables asesinas de todo lo rimase con polvo. Era lo que había con lo poco que se disponía, no éramos angustiosamente pobres (a pesar de la alergia de mi padre al trabajo; mi madre no pararía ni antes ni después de deslomarse en beneficio de la casa), pero vivíamos siempre al límite. La imagen vista hoy podría dar a entender que rallaba lo desolador, pero puedo asegurar que jamás nos dio esa sensación. Con lo que teníamos, teníamos más que suficiente. Y lo que son las cosas… ese refugio acabaría siendo para siempre en la única casa que realmente he apreciado mía. Todo lo que vino después siempre me pareció de lo más artificial.
Éramos pobres, sí, pero como dirían los que no han pasado hambre, dignos, si digno significase alguna cosa de valor o te llenase la panza de proteínas vitalistas. Éramos hippies por obligación, más que por vocación. Mis padres eran de ir a la disco y asomar la nariz en algún concierto de esos llenos de estudiantes florecientes que encontraron en el Empordà un Siddhartha asumible a su predecible futuro, para ver si congeniaban. Pero, claro, el problema residía en que mi padres eran AUTÉNTICOS, con la actitud única de mezclar con todo el descaro y la falta de prejuicios (si alguna vez os da por leerme, escuchar esto: os estaré eternamente agradecido) a El Cabrero (mítica portada su Entre rejas) con los Pink Floyd de El muro, a la música del alma y la de darse un chute, a sentir como propios los envites de Triana y alucinarse con las soflamas intraducibles de la pija de la Baez. Una generación curiosa la de los hippies andaluces de los 70, erigidos por voluntad propia en filósofos de la vida (“deja que yo te cuente”), apelando a la mínima oportunidad a lo libertario aunque no a lo libertino (nada de hostias, el macho domina, la hembra a sus labores), y siempre con el rosario en la boca y el Cristo colgado del pecho o, en el caso de mi padre, formando esa imagen del Santo Jesús parte del club selecto de la fauna tatuada de su picoteado cuerpo. Allí, conviviendo con coloridos caimanes y pitufos con el nombre de sus vástagos (sin duda era un hombre de gustos eclécticos). Y es que si en algo destacábamos era que éramos muy particulares. Mi madre con un pelo tan largo y moreno que sería la envidia de todas esas japonesas tenebrosas con tendencias suicidas y homicidas. Mi padre con sus pendientes, pelanas, tatuajes y actitud de voy un paso adelante y no se por qué. Sus hijos con sus marcadísimos rasgos aritméticos (“¿seguro que son hermanos?” fue la frase más mentada en esos demenciales años). Bueno, que en definitiva, que éramos rarotes para la comunidad (para los que asumían su rol y para los que iban de alternativos, o lo que es lo mismo, los que lo asumirían poco después). Y jamás, y añado que por suerte, dejaríamos de serlo.
En ese plan de militancia entre la austeridad, la provisionalidad y la incertidumbre, mi hermano y yo éramos los más dichosos de toda la congregación. Las jornadas eran jolgorio puro. Hacíamos de las fugas nuestro plan de aventuras diario. Surcar los 30 metros de edificaciones al límite del derrumbe y torcer a la derecha buscando la salida era rendirse a la aventura y arremangarse para la bronca y el drama diario en casa. Los días que no nos daba por poner a prueba el miocardio de nuestra madre lo dedicábamos a marranearnos exprimiendo en nuestras caras las mandarinas del único árbol que recuerdo que tuviese vida propia, hacer equilibrios imposibles a lomos de una bici treinta tallas más grande que nosotros y explorar los huertos que se perdían más allá del horizonte (más tarde descubrí que el horizonte estaba muy cercano y tenía forma de muro de piedra de 2 metros de altura). Éramos irreductibles, inalcanzables e invencibles; también agotadores. Éramos el juguete favorito de toda la granja, y es que los demás niños (incluida la chica de la que ya estaba profundamente colado, sabía que me perderían las morenas) nos doblaban, tirando bajo, la edad.
En esos días de sol presidente y de noches de enigmática y pavorosa belleza (por lo de las brujas y las meigas a los que tanto nos tenían acostumbrados), la casa me parecía enorme y altísima. La escalera traumática y enfiladísima. Los campos inmensos e inabarcables. Pero así es la mente de un niño, que no sabe de distancias (todo parece infinito e irreemplazable), y a la vez es capaz de guardar en la retina unos momentos de estupenda lucidez como para recordar perfectamente el día en que casi me incinero antes de estar de moda.