En cualquier otro festival, un hombre que se presenta al escenario vestido de paramilitar para, acto seguido, quedarse en paños menores volteando un feto de plástico por el cordón umbilical, tendría todas las papeletas para ser internado de inmediato en un frenopático. En Sitges simplemente se le adora.
Y es que Yoshihiro Nishimura es de esa clase de directores que dan sentido a un certamen en el que la materia prima es la sangre, el terror y la casquería, pero que en ocasiones se olvida un poco de ese principio con tanta posesión metafísica, tortura verité como reclamo a guiones peñazos con ínfulas, ángulos imposibles para sostener una escena (y una carrera), y producciones hollywoodienses de segunda fila que tienen todas las papeletas para estrellarse en taquilla.