
Lo pienso fríamente… y así, en frío, no le encuentro el sentido. Me paso el día glorificando la agonía, el sufrimiento, la repetición del esquema que es un maratón. Reclamo su merecido Oscar a un guion más anodino, más mal escrito y más estúpidamente melodramático que un telefilme de los que emiten en la sobremesa del domingo (me declaro culpable). Doy validez a una leyenda que cualquier historiador medio pondría en cuarentena (por suerte, ya los hay).
Acepto un distancia tan artificial como una monarquía y que tiene su origen en algo tan mundano como el capricho clasista de esa misma realeza. Doy por hecho que lo natural es que gracias al marketing, al postureo y a los motimadores profesionales, conquistarla se haya convertido en el climax de cualquier atleta o corredor popular, marginando otras disciplinas que merecen la misma atención y destilan el mismo grado de pasión si le das la oportunidad. He interiorizado el karma de si no la corres no eres un verdadero corredor. Peor aún, he aceptado que corriéndola eres parte del sistema. Y eso es devastador.
Debería detestar que ahora sea la prueba estrella, el lugar donde hay que estar si quieres ser alguien. Porque ya hasta el mayor de los imbéciles, ese que odiabas y del que te forzabas a distinguirte saliendo a correr (como si tuviera efectos moralmente reparadores; ay, que iluso que a veces soy…), se ha enfrascado en pasársela por la piedra antes de abandonarla e ir en busca de otra rubia más alta y guapa. Una espiral tan absurda, cómica y gilipollesca que acaba transformado el arte de amar hasta el punto de convertirlo en el banal de coleccionar floreros.
Y es que una carrera que te destroza las piernas (ya que no consiste en otra cosa que en el repiqueteo constante en el asfalto como si fueras un monótono taladro percutor), que te afecta al orgullo y te agría el carácter a medida que ves acercarse su fantasma, que succiona todo lo que hay a tu alrededor para convertirte en un ser monotemático y unineuronal… Una carrera así, si lo pienso fríamente, está a años luz de toda esa pompa, epopeyas y misticismo que la adorna.
Y a pesar de todo ello, siempre habrá un motivo más fuerte que me hace caer rendido ante ella, y este no es otro que el de caer en la cuenta que realmente no corro maratones sino que estoy celebrando el camino que me lleva a ellas. Ahí es donde se gestan las pequeñas y grandes historias, las que no tienen cabida en las enciclopedias, las que luego convierten el resultado de la competición en un mero trámite y te permiten hasta brindar por el fracaso.
La preparación de un maratón es un proceso que te mata poco a poco… y que me encanta que lo haga. A George Best se lo llevó por delante su gran pasión, el alcohol, y creo que, para su bien y el de la humanidad, jamás pensó que fuera la decisión equivocada. Todos tenemos nuestros insanos vicios. El mío se reduce a poner un pie delante del otro. Y si puede ser camino a un maratón, mucho mejor.