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La Marató por un principiante

2.011: Salí vivo que era lo importante. Y lo conté en el añorado (para mí) diario ADN (aunque PLANETA ha preferido no dejar evidencia). Ah, y me lo pasé debuta madre.

El rollo oficial

15.075 inscritos, récord absoluto de una prueba de maratón en toda España.Cerca de 7.000 venidos del extranjero, principalmente del norte de Europa donde las pruebas atléticas son una tradición popular.

Dos ganadores absolutos. En el apartado másculino, Levi Omari con una marca de 2h07’31» -a sólo un segundo de batir la mejor marca de la prueba-, en una nueva exhibición del dominio keniata, -coparon las seis primeras posiciones, aunque había truco: sus principales competidores, los etíopes, no pudieron disputar la prueba al denegarseles el visado-. En el femenino, la sueca Josephine Ambjörnsson que empleó 2h45’31».

Y después de los dos atletas que dan lustre al libro histórico de la prueba, otros 12.524 vencedores morales, que son aquellos que lograron finalizar los quiméricos 42,195 kilómetros.

Pero sobre todo, muchos barceloneses y aficionados volcados con la prueba. En definitiva, éxito absoluto de la Marató de Barcelona en su 33 edición, y un futuro más que esperanzador con el objetivo de alcanzar en un par de años los 20.000 inscritos y convertirse en una de las diez mayores maratones mundiales.

Para los primerizos como el que firma esta crónica, completar un maratón es como una especie de consagración dentro del mundillo de las carreras populares. Un peculiar bautismo atlético o servicio militar necesario para considerarse un runner en toda regla (primer vocablo del diccionario corredor-humanidad: runner significa simplemente corredor pero en más moderno). Y si encima es la maratón de casa, miel sobre hojuelas.

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El objetivo

Acabarla como sea y si se tercia bajar de las tres horas y media (a una media de cinco minutos el kilómetro). En juego está mi orgullo runner y mi consideración dentro de la redacción a los que he estado mareando con mi pequeño gran objetivo.

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Método  para conseguirlo

Unas últimas semanas de vida asceta y sacrificada (nada fiestas, nada de dietas hipercalóricas, nada de tentadora procrastinación).

Un buen puñado de consejos de gente experta (amigos dedicados en cuerpo y alma al sacrificio físico, y foros de amantes de este maravilloso deporte como el de corredors.cat) que se resumen en un sólo: «la primera maratón es para disfrutarla no para disputarla». RETO ACEPTADO.

Y mantenerse fiel a los ritos: correr con mi  raída y deshilachada camiseta de la suerte. Y es que no todos los corredores somos fashion victims del último color de moda que explota las marcas deportivas. Sólo aquellos que dejan el gimnasio para lucir palmito y acaban sacando la lengua a los dos kilómetros de carrera.

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‘Handicaps’

Mi inexperiencia en una prueba de tanta distancia, ya que lo más parecido en competición  que había corrido era un par de media maratones, y en este caso, la suma de los factores si altera el producto) y una noche de insomnio por los nervios previos a la carrera.

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LA CARRERA

Salida: Por una vez, y sin que sirva de precedente, me coloco en una buena posición de salida para una carrera y admiro atónito (porque parece ser que es algo habitual y no tenía ni idea) la lluvia de camisetas que se desata justo antes de comenzar la prueba. Alguna cae encima de los corredores que se han situado en los laterales (no todo el mundo tiene el don de la puntería). Parece que a muchos les sobra la tela y el dinero. El alcalde Jordi Hereu da el pistoletazo de salida y suena a algo parecido a un gatillazo. No se si es algo premonitorio de lo que me puede llegar a pasar durante la carrera.

Km. 2: Me veo con buenas sensaciones y sin forzar voy bajando los tiempos, pero me reservo para la subidita al hotel Reina Sofía, que tiene su miga, rodeando el Camp Nou. Dos noches antes había ido a revisar la pendiente y ya había gente agolpada en las aceras, aunque curiosamente con muy poca ropa. Supongo que estaban buscando una posición privilegiada esperando el paso de la Marató. También, había muchos coches parados.  Debe ser que la gente aún no sabe utilizar el gps y tiene que preguntar a los transeúntes donde queda alguna calle.

Km. 4: Comienzo a darme cuenta de que voy bastante mejor de lo esperado. Alcanzo al pacemaker (segundo vocablo del diccionario corredor-humanidad: un pacemaker no es otra cosa que una liebre oficial de la carrera; impone un ritmo que te sirve como referencia) que va a ritmo de hacer el maratón en 3h15′ y no se me ocurre otra cosa mejor que rebasarlo, aún sabiendo que quedándome con él mi maratón ya sería más que satisfactoria. Puede que lo pague más tarde pero como mal corredor coherente y buen corredor latino (o sea, competitivo y algo descerebrado) aprovecho para tirar ahora que me gusto y todo.

Km. 5: Constato que los avituallamientos son un campo de minas pero en este caso sembrado de botellas que el servicio de limpieza a duras penas consigue escampar a lo largo de la carrera . Me pongo de mal humor al ver que mucha gente tira la botella con el tapón puesto. Y es que un mal pisotón te puede llevar a que te rompas la crisma o, peor, a un ridículo tropiezo ante miles de personas. Inconscientemente tiro la mía enroscada. !Viva la hipocresía!

Km. 10: Un corredor que presumo que es del norte y para más señas irlandés (por el color de la indumentaria y su  muy pecosa cara), lleva desde hace unos kilómetros un ritmo muy parecido al mío. Y lo hace levantando mucho las piernas, señal inequívoca de que, o anda como un pato, o va muy sobrado. Apuesto acertadamente por la segunda opción al ver lo entero de su semblante. Y en una de las pocas decisiones con cordura que tomo en la carrera decido quedarme con él. Para no parecer una lapa, voy adelantándolo de vez en cuando. Se nos suma dos holandeses (vestidos de patriótico oranje) en lo que tiene pinta de ser una apuesta segura para llevar el maratón a buen puerto.

Km. 11’5: Momento carne de gallina. Volvemos a bajar a Plaza España y comienza a vislumbrarse que esta va a ser un maratón especial. Una riada de gente se agolpa en los laterales de la carrera con pancartas y ánimos indiscriminados con nombre y apelativos. Bendito invento eso de que en el dorsal ponga tu mote. No hay mejor chute de energía que oír a la gente animarte de forma personalizada. Eso a nivel de adrenalina no lo consigue ni la EPO. Aunque quedes como un pardillo, como yo, girando la cabeza constantemente pensando que te anima algún conocido. Voy chocando las manos de los pequeñines que asoman por los laterales como si ya fuera el final de la carrera. Sí, me lo estoy creyendo demasiado.

Km. 13’5: Llega el segundo handicap del día, subir Passeig de Gracia y aunque bajo un poco el ritmo lo supero sin dificultad. Uno de los puntos fuertes de esta edición ha sido la cantidad de puntos de animación (con bandas tocando en directo, batucadas festivas, locutores y demás) que había desperdigado a lo largo del recorrido. Curiosamente, subiendo por la calle más glamourosa de la ciudad suena el tema central de Titanic. «Una canción ideal para hundirte anímicamente», me comenta otro corredor que se ha acoplado a nuestro heterogéneo grupo.

Al pasar por delante de la Sagrada Familia voy haciendo cuentas y resulta que ya he circulado por el Camp Nou, La Plaza de las Arenas, la Casa Batlló y la Pedrera y que, o realmente me importa un comino la arquitectura de la ciudad (y eso que el circuito de la prueba es una  magnifica apuesta para darse el gustazo de conocerla), o quizá me estoy enfrascado demasiado en la batalla de rebajar marca cuando este primer maratón, como me habían infructuosomante inculcado, debería ser para disfrutarlo. Otro sabio consejo a la papelera de reciclaje. La fama que tienen de nosotros los atletas europeos de competitivos y picones se personifica totalmente en mi. Qué sabrán ellos. Da igual llevo mi camiseta preferida. No hay quien me pare.

Km. 19: Subo por Meridiana y me cruzo con una banana andante (que responde con el mote de Paddy y, ojo al crack, cruzó la meta por debajo de las tres horas) que me lleva 1 kilómetro y medio de ventaja y ya la está descendiendo. Me sienta como una puñalada trapera en lo más hondo de mi orgullo. Dolor que posteriormente quedará parcialmente mitigado al comprobar que un mosquetero, un pirata, un fraile y dos punkis han quedado detrás mío.

Km.21’097: La media maratón la corono en una magnífica hora y media y comienzo a envalentonarme más de lo necesario. En ese momento, y contemplando que el globito de la liebre de las tres horas asoma en el horizonte, dejo a mis productivos pero ahora lentos compañeros y me embarco en la que podríamos denominar la gran estupidez del día: rebajar esa marca. Me veo tan bien que apuesto por una segunda mitad de carrera mucho más rápida que la primera. El efecto placebo del primer gel ingerido para recuperar fuerzas (que tiene una pinta de bomba nutritiva parecida a la del chile con que el jefe Wiggum desafiaba el estómago de Homer Simpson, pero que resulta tan efectivo como la pócima mágica que Panoramix le servía a sus galos) es la gran culpable de esta mala decisión. Como buen rencoroso, la culpa la tienen los otros, hasta lo más inanimado.

Km. 28: Segundo momento piel de gallina. Llego a Diagonal y me quedo alucinado al coronar la torre Agbar de la gente que hay por la calle. Parece como una etapa de ciclismo subiendo el Angliru, o el Tourmalet por lo angosto del pasillo que dejan los aficionados. Sería momento de lágrima si no fuera porque comienzo a notar que flojeo un poco y empieza a asomar…

Km. 30: …el terrible hombre del mazo que tan sabiamente popularizó el gran Perico Delgado. De repente  me hundo y en nada de tiempo me parece que Celine Dion se va a encargar de la banda sonora de mi carrera  y que Hereu, por una vez, me ha avisado de algo con antelación. Por un momento pasa por mi cabeza la palabra abandono con letras mayúsculas. Al instante la descarto (el maratón es también, y mucho, una batalla psicológica) y tomo las dos decisiones más razonables del día. Uno, aprovechar para ir al servicio a tomarme un respiro de medio minuto (si algún punto cuestionable ha tenido la organización este ha sido el de la falta de más urinarios disponibles durante la carrera, la gente orinaba entre arbustos, coches aparcados y contenedores). Dos, seguir el consejo de los expertos en esto: no parar NUNCA, si acaso bajar el ritmo todo lo que sea necesario. Asoma el flato, comienzo a maldecir mi poca cabeza y en el momento que me adelanta MI grupo de acompañamiento asumo que no hay otra salida que cambiar el chip. Fuera marcas, el objetivo vuelve a ser acabar la carrera como sea.

Km. 32: Todo queda en un susto, el segundo gel del día me permite recuperar algo de fuerza. Ya no podré ir al ritmo anterior, ahora sería un suicidio. Con la paradita al baño hago el kilómetro en unos nada desdeñables 5 minutos. Los siguientes me mantengo en unos muy aceptables 4’30» y 4’45». Una barrita de gelatina es el último recurso energético que me queda encima y la consumo con fruición y aceptando a regañadientes que quizá las madres tuvieran razón con la salubridad del aceite de recino y la tortilla de sesos. Y pensar que estas cosas son legales…

Km. 33: Momento ridículo del día. Veo a un ciclista de esos  que hacen el seguimiento personal de algún corredor (en plan coach, que es como un sherpa pero con estatus social, vamos) y vislumbro tras el casco que es Julio Rey, el mítico recordman español de maratón. Me relamo pensando (y eso de pensar es bueno, porque significa que me llega oxigeno al cerebro y no estoy tan mal como pienso) que ya tengo anécdota periodística para dar color y espuma a la crónica. Le pregunto por su identidad y me dice que se llama Pedro… Bueno, al menos la metida de pata me sirve para rellenar unas cuantas líneas de los momentos más insulsos de la carrera.

La llamada a animar en el frente marítimo ha tenido, como la mayoría de iniciativas de la era facebook, más eco en las redes sociales que en la práctica. Entra dentro de la lógica, a tan sólo 12 kilómetros de finalizar la prueba (para ellos, claro; para mi son aún 12 infernales kilómetros), la gente ya piensa en situarse cerca de la meta para poder animar y festejar la llegada de los corredores.

Km. 35: Vuelvo a tener hambre, y llevo soñando desde hace un par de kilómetros en las delicias que se servirán en el avituallamiento que dispone la organización en Arco de Triunfo. No hay mejor sabor que aquel se disfruta cuando se está famélico y se sufre más de lo esperado por la recompensa. En dos bocados me zampo una banana que me sabe a gloria. Voy bajando algo el ritmo, pero al menos veo que apenas tengo molestias y que los calambres no hacen acto de presencia, como si le está ocurriendo a unos cuantos corredores que tienen que ir haciendo paradas por el dolor. A esta altura de carreras vuelvo a adelantar a gente, un gran refuerzo militar para los rebeldes que entablan batalla contra el dictador de la coherencia metabólica de mi cabeza.

Km. 37: Tercer momento piel de gallina. A punto de derramarse esa lágrima que siempre reservo para las pelis de Pixar. Entramos en Plaza Catalunya, con un gentío enorme y el locutor/animador me nombra y me da ánimos. Catalunya es meva, y la carrera ya veo que no se me va a escapar de las manos, aunque quizá el tiempo empleado no sea tan excepcional como pensaba. Poco después entro en Portal de l’Angel y siento el primer pinchazo en el muslo derecho. Saltan las alarmas pero me niego en rotundo a darle verosimilitud a tan infundados rumores musculares.

Km. 40: Encarando ya la cuesta final que empieza en Paral-lel. Mientras voy subiendo descubro a un corredor que a pesar de sus dificultades físicas recorre el maratón con un par de muletas. Eso si que es pundonor y no las desdichas del quejica que elabora esta crónica. Se lleva merecidamente los vítores de la gente. Por supuesto, otro de los momentazos de la prueba.

Km. 41: Un pequeñín asoma con su mano pero ya no me quedan fuerzas para cambiar la ruta y acercarme a sellar el trato. A esa altura de carrera el depósito de mi cuerpo me señala que está a punto de agotarse y certifico, después de varias competiciones pasando por el mismo lugar, que la calle Sepulveda es el infierno runner. Una subidita que empieza tímida y que progresivamente va  añadiendo dureza y dolor. Con 41 kilómetros en las piernas  parece que escales el Everest, pero no como los de ahora, sino como lo hacían los grandes, sin oxígeno ni sponsors.

Km. 42: Últimos y míticos 195 metros encarando la espectacular recta final (el marco, la Avenida María Cristina, realmente no tiene parangón) y rubrico la carrera con un sprint que me permite alcanzar la meta justo antes que mis piernas decidan bloquearse. Me siento como James Bond desconectando la bomba en el último segundo. Y mientras completo el riguroso trámite posterior (devolver el chip -dando la brasa a la pobre mujer que los recoge con mi reciente batallita-, colgarme la medalla y aprovisionarme de frutas y líquidos), comienzo a darme cuenta de que tres horas y cinco minutos es una fenomenal  marca, que tras varios momentos de duda y sufrimiento he completado mi primer maratón, y que mi camiseta raída y deshilachada una vez más ha estado a mi lado en los momentos más difíciles. Algún día tendré que jubilarla pero eso es el futuro y el futuro es para los mayores.

Ahora sí, no puedo evitar que me brote la lágrima, aunque miro alrededor y veo que no soy el único que se emociona tras cruzar la meta. Como recompensa aprovecho la magnífica iniciativa de la organización de disponer para los corredores varías decenas de masajistas y personal médico para destensar el cuerpo y dejar que un par de simpatiquísimas voluntarias me curen un par de ampollas, mi único parte de guerra. Ahora ya sólo me queda fardar a lo Barney Stinson ante los colegas. RETO CONSEGUIDO.

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