Caso 1: Dos fotos de diferentes ediciones de la misma carrera: en una aparece un chico que corre en grupeta justo al lado de la liebre; en la otra, un corredor saluda a la cámara haciendo con los dedos el signo de aprobación. En ambos casos, sin el correspondiente dorsal, que certifica que ha pasado por caja, visible.
Caso 2: Una instantánea de una pista de atletismo donde se ha ubicado la meta de una carrera popular y en la que se puede apreciar a dos corredores: uno va por el tartán sprintando; el otro va por dentro de la curva, aparentemente a un ritmo inferior.
Caso 3: Se viraliza la noticia publicada por un medio generalista en la que a partir de una foto (tomada como si el autor se estuviera jugando la vida en un correccional de alta seguridad) se puede ver a tres chicos vestidos para competir y con su pertinente dorsal viajando en metro con con la carrera ya comenzada.
Son tres casos (hay muchos más) que encuentran sentencia al instante en este deporte nacional que es el de fiscalizar los actos del resto de la gente sin ni tan siquiera preguntarse si hay una realidad alternativa a ese prematuro juicio: los dos primeros corren por la cara; el segundo recorta por rascar cuatro míseros segundos al crono; los protagonistas del tercero son los típicos flipatletas que, rizando el rizo, han tomado el metro por el postureo de la medalla faltándole el respeto a la distancia.
De ahí al escarnio público, al insulto y a la humillación por redes sociales solo va un Retuit y un Compartir en Facebook acompañado por un comentario lacerante y una segunda lectura de la que se intuye que uno es intachable en todas sus conductas en el atletismo popular.
La realidad: del primer caso, a uno se había olvidado el dorsal en casa y corrió con chip con el visto bueno de la organización, al otro se la había hecho trizas tras 25 km corriendo y mucha agua derramada sobre él; el protagonista involuntario del segundo caso ya había llegado a meta y estaba trotando para destensar piernas; los que dan vida al tercer caso iban a hacer de liebres de otro corredor en la segunda parte de la maratón.
Se puede entrar a discutir si algunas de estas prácticas son irregulares e incluso hasta motivo de descalificación: el dorsal siempre debe estar visible, y no llevarlo supone además un riesgo (complicas mucho el trabajo de las asistencias y de los jueces si tienes algún percance); y aunque lo de liebrear con dorsal es algo común (especialmente en Cataluña, el pacto no escrito es que no se cruce la línea de meta ya que no ha completado la distancia -ahí es donde fallaron los del tercer caso-) y hasta algún maratón se ha planteado hacer una inscripción de acompañante para legalizar la situación (chocando de frente con la reglamentación federativa), lo cierto es que no está permitido hacerlo con la carrera comenzada, el corredor siempre debe pasar por la línea de salida. Pero eso no quita que de la voluntad real de los protagonistas de dichas acciones y la que les supone los que les acusan medie un abismo.
Puedo llegar a entender que este tipo de acusaciones puede estar motivado por un hastío de una realidad que, más que creciente (personalmente, creo que las redes sociales le dan más bombo del necesario), es palpable: realmente hay gente que ha hecho casi un arte de fotocopiar el dorsal, también hay un buen montón que recortan a la primera curva que encuentran (algunos por decisión propia, otros por inercia y/o inexperiencia), y hasta alguno abusa de los servicios de una carrera dejando al resto sin poder disfrutar de ellos (en este caso también habría que cuestionarse la falta de previsión del organizador).
En varios de esos casos te puede llegar a condicionar a ti: que te arrebaten un podio por medios ilegítimos, que te birlen ese agua en el avituallamiento porque han arrasado en los avituallamientos, que estén a punto de tirarte porque se te han cruzado justo delante tuyo al no ir por el trazado correspondiente. Y de ahí, la lógica protesta, que en su justa medida podría servir para limpiar las carreras de tramposos. Ya es más cuestionable si las redes sociales deben ser la primera vía donde verter las acusaciones sin antes haber acudido al organizador y a los jueces de turno a explicar la anomalía (quizá no le ha quedado otra).
El problema surge cuando se convierte en un hobby jugoso (el linchamiento se viraliza rápido y te infla el ego si lo único que buscas atención, también te permite optar a pingües beneficios si eres un medio que ya apuesta por el todo vale) al que se puede llegar al extremo en el que con solo una imagen, un vídeo o un me han dicho, sin hacer falta contrastar las informaciones ni dar voz a todas las partes afectadas, se da validez a cualquier conjetura. El ser capaz de arrogarse el papel de juez de carrera sin ni tan siquiera leerse el reglamento de ésta y acabar acusando sin sentido. Que la realidad no te estropee un bonito titular, se dice en mi gremio.
Porque como detrás de cada persona hay una historia y una motivación, quizá lo primero que deberíamos hacer antes de juzgar sería preguntarle. Ponernos en su piel y cuestionarnos: «¿y si fuera yo al que han tomado la foto sin dorsal»?
Puede que entonces nos diésemos cuenta de que no es todo tan blanco y negro como se ejemplifica en las redes sociales, que hay multitud de respuestas lógicas y razonables, y que esa anomalía que nos ha despertado de repente el interés puede tener incluso un porqué que le da legitimación o, al menos, le resta cierta gravedad.
Algunos corredores han llegado a la conclusión de que correr va más allá de calzarse unas bambas: también se trata de salvaguardar unos estándares y unos valores dentro del atletismo popular. Yo no voy tan lejos (aunque, como casi cualquiera, pasé esa fase) y desde hace un tiempo me conformo con pensar que correr es solo ser honesto con uno mismo. Quien no consigue esto quizá deba cuestionarse si este es su deporte.
