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Ultra Trail Catllaràs: la pseudocrónica (y 2)

La Crónica Ultra Trail Catllaràs 2

¿Te perdiste la primera parte de mi crónica del Ultra Trail Catllaràs? Bueno, yo te ahorro la ingesta del gratuito tocho: me pasé tres pueblos y ahora toca disfrutar de mis desgracias. 

Bienvenida, Señora Pájara

Sé que me encuentro mal cuando comienzo a pillarle asco a cualquier cosa, aquí lo noto al instante de dejar el primer avituallamiento: que asco de plátanos (¡y eso que es mi fruta preferida! -no homo-), que asco de bambas (maldito el día que me agencié las Bushido con medio  número menos del que me tocaría)  y que asco de asfalto, a ver si se acaba ya de una puñetera vez estos míseros 300 metros.

Me toca bajar el nivel de alerta de La he liado parda a No, tranqui, que yo controlo.  Me dedico, por fin, a buscar mi ritmo pero a 50 metros tengo una pareja de corredores del mismo club y eso significa una cosa… ¿que volveré a tropezarme de nuevo con la misma piedra, tanto metafórica como literalmente? Sí, pero no me refiero a eso sino a que cuando veas a un par que van cogidos de la mano es signo inequívoco de que van a ir ritmo controlado. Quizá me venga bien tenerlos de punto de referencia. Al poco tiempo me voy dando cuenta que esa no es la mejor opción hoy, ni ayer, ni probablemente lo será nunca.

Porque ahora de lo que se trata de hacer un reset absoluto y buscar el ritmo más cómodo posible, pero como soy un auténtico pardillo en lugar de eso lo que voy consiguiendo son minipetadas: aguanto un rato a ese ritmo, no puedo; aguanto al siguiente, tampoco me veo… Ojalá se acabara esta tontería que llevo encima, hoy me toca bailar con la fea y, me guste o no, ese siempre ha sido mi ubicación natural.

De golpe, un golpe de suerte a través de otro golpe, el que me pego con otra piedra (¿os he dicho que en mis genes hay una alta concentración de patosidad?) que hace que se me tuerza el pie derecho y que el  el dedo anular perpetre un intento de asesinato contra mi dedo medio arrancándome esa uña… esa uña que solo se arrancó en mi imaginación. El dolor es agudísimo pero me sirve para tener un argumento de peso para no encabezonarme con ir a buscar crono (¿pero qué demonios me pasa? Si yo, en principio, no era de esos…). «Bueno, berzas, por fin te darás cuenta de que te debes olvidar de competir a muerte y disfrutar lo que puedas». Jeje, va a ser que no.

A partir de este momento comienzo a sufrir de verdad, subiendo mal porque no tengo fuerza y bajando peor con mi remedio de la abuela: encoger los dedos de los pies y cruzar los dedos de las manos en todas las bajadas picadas, olvidándome de hacerlas a tope. Las minutadas que pierdo desde entonces en estos tramos serán antológicas. Yo era siempre el que recogía cadáveres en carrera y hoy soy yo el cadáver. Justicia poética.

Comienza a picar un poco el sol pero, por suerte, cada vez que asoma salen las nubes al rescate, y me doy cuenta de que no he llegado aquí en mi mejor forma (tampoco en la peor: no te excuses, flipatleta) y que he pasado de conducir un Marussia a tener que lidiar con el McLaren de Alonso.

Malanyeu, la de la escalerita

En el segundo avituallamiento descubro que realmente estoy un poco fuera de juego cuando al dejar la botella a uno de los voluntarios para que me la rellene, otro corredor que se sitúa justo a mi lado me da un ligero toque y casi me voy al suelo. Lo mejor es que voy entablando conversaciones y ya veo que la gente va bastante justita, así que toca reírnos durante estos próximos km de ser unos cabeza huecas. Y eso, de verdad, es mucho más estimulante que toda la retahíla de frases motivacionales que no van a ningún sitio más allá del vacío existencial. Te dejo la gloria de lo imposible para ti, crack, yo prefiero retozar en el lodazal de lo mundano. Correr no necesita de frases lapidarias, ni adornos ni tragicomedia. Correr es el arte de lo sencillo.

Foto de Oriol Batista / Klassmark

Hago un parón obligado en la zona de la tartera porque hay que subir por la cuerda y somos media docena que llegamos más o menos al mismo tiempo, aprovecho que un chico me pide que le haga una foto mientras sube para hacer un par yo y dar color a la crónica. Esta subida, a la que le tenía bastante respeto, no es excesivamente  exigente, es más aparatosa que otra cosa. El vídeo que colgaron los de Klassmark me los había puesto de corbata porque pensaba que para llegar y salir de allí necesitaría un curso acelerado de escalada y yo jamás he pasado de hacer cinquillos en las paredes y del cinturón blanco/amarillo en karate. Eso sí, tengo una canasta de espaldas desde el medio campo al primer intento. Ya sé que no viene a cuento, pero en algún momento quería colar la anécdota.

Aunque en las zonas de subida comienzo a frenar la sangría de adelantamientos e, incluso, voy recuperando posiciones, a la mínima que hay una bajada con contraperalte, curvas cerradas y desnivel me pasa hasta el apuntador, no compensa. Menos con este sufrimiento de mierda y el desgaste de estar frenándome constantemente para que no se embalen las piernas.

Necesito urgentemente hacer un break y éste llega en mi tercera parada técnica (ahora también le he pillado asco al Flectomin y toda la mierda química de geles y magnesios que componen una bomba atómica en mi estómago). Y sin ningún tipo de explicación coherente, más allá de que alguien me haya pinchado EPO entre los arbustos sin darme cuenta, recupero el ánimo y algo de energía. Encima toca bajada muy suave por un sendero fácil y mullido y ahí todavía puedo correr con cierta normalidad, hasta el punto de recuperar alguna posición, comenzar a ver las primeras vacas (motivo por el cuál me salgo del recorrido, suerte que me avisaron). Pero lo mejor es que por una vez tengo la sensación de estar en carrera y de pasármelo bien.

Esa sensación de bienestar dura poco, unos diez minutillos, pero… uff, se me escapa una lagrimilla, tras cuatro horas de guerra tener una pequeña tregua me sabe a gloria y me sirve para darme cuenta de que me he cargado con una presión a cuestas innecesaria. Llego al gran avituallameinto y ahí soy consciente de tres cosas: de que estoy completamente vacío, de que me queda lo peor por recorrer… y de que, aun así, sigo estando aquí.

Me da una llorera tontísima, tan breve como intensa y no sé a qué asociarla, estoy seguro de que no es porque no me estén saliendo las cosas tal y cómo me gustaría que así pasara, porque realmente dentro del sufrimiento controlado me lo estoy pasando de puta madre. Tranquis, aquí se acaba el melodrama. Es la concesión innecesaria de sexo gratuito que hay en cualquier peli de acción ochentera.

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Puto Sobrepuny

Si hubiera llegado aquí entero, o sea, si hubiera corrido con algo de cabeza al principio, el tiempo que he empleado para alcanzar el avituallamiento de la Nou de Berguedà sería para darme con un canto en los dientes y solo faltaría repicarlo a lo lento en la segunda parte. Pero soy consciente de mi situación, así que me regalo aquí 20 minutos para replantearme mi vida y excesos, aunque realmente voy tan acelerado de pulsaciones y coco que casi ya tiraría adelante. Me obligo a tragarme el tupper de pasta y algo de fruta aunque ya comienza a costarme ingerir cualquier producto sólido. Me viene a la cabeza, como casi siempre, que el primer consejo que me dieron para correr tantas horas vino de la mano del gran Abuelo Runner: «Lo principal en una Ultra es saber asimilar los alimentos». Lástima que siempre lo recuerde cuando ya es demasiado tarde.

Descarto acudir a lo sanitarios a que me hagan una cura de mi maltrecha uña porque no quiero montar una escena gore parecida a una peli de Saw y creo que el vendaje será tan aparatoso que ni me dejaría ya pisar el suelo (no, si hasta te pondrán yeso si te parece…). Sí, ese es mi nivel de delirio. Me convenzo de que lo mejor es aguantar el resto de la carrera así, que tampoco es que sea para tanto (duele, sí, te jodes, a todo el mundo le duele algo).

Prefiero perder el tiempo respondiendo las preguntas de una peque que está flipando al ver que llevo tiritas en los pezones mientras sus padres se desternillan, sé que esa imagen le va a provocar un trauma infantil del que solo saldrá con ayuda psicológica y una tonelada de prozac.

El drama.

Parto de la Nou de Berguedà en dirección al Sobrepuny y lo hago nada convencido. Veo que hay gente que desacelera el ritmo como si se estuviesen acercando a casa sabiendo que han hecho una trastada y que les va a caer el broncón del siglo. Pues bien, esa reprimenda tiene nombre y forma: Sobrepuny, tres kilómetros y 800 metros de desnivel. Y yo llego con las manos en alto y dispuesto a entregar las armas a cambio de que la tortura no pase la línea roja de Abu Graib a una charla con Isabel Coixet.

El primer golpe es casi letal, entre el bochornazo que hace y que no hay un mísero descanso, los primeros minutos viajo con la sensación de que esto a mí me viene grande. Comienzo a usar un mantra tendencioso que me viene de perlas: «Esto el año pasado debería ser el infierno, hoy con esta temperatura es mucho más fácil», y aunque de buenas a primeras no cuela, poco a poco le voy pillando el punto a la subida.

En el Sobrepuny no hay ritmo cómodo, no es «pues me paro y voy andando» porque vas a ir andando y, aun así, sufriendo, todo es agonía en el que tú decides en qué grado vas a torturarte. Yo decido / pacto / imploro que sea el mínimo posible, que ya me he traído el sufrimiento de casa. La idea es no parar en ningún momento e intentar no pensar en lo que queda sino en como gestionar cada paso. Paulatinamente voy atrapando a gente y me voy notando mejor, no porque las piernas vayan fáciles sino más bien porque cada vez que subimos la temperatura es aún más suave. Pero, joder, qué mal se pasa.

Y en esas que veo que alguien me alcanza con una facilidad pasmosa, me giro… Y, collons, si es Marc que se ha pegado el madrugón desde Navarcles para subir la cima del Sobrepuny a animar a la gente. Me da un alegrón enorme verlo, me pregunta qué tal estoy («las estoy pasando putísimas, pero ahí andamos»), que no me esperaba verme tan adelante (yo en mis adentros sí  que esperaba estar aún más adelante, una lagrimita de ácido interior se funde en mi orgullo) y que me ve con buena cara… Lo de la buena cara lo compraría si fuera del rollo Indurain: imperturbable hasta en los peores momentos, pero yo por desgracia tengo la facultad de que desde el minuto uno que se da la salida de una carrera se me descuajaringa el semblante hasta conformar un retrato picassiano. Digamos que si a alguien me parezco es a la agonía de Paula Radcliffe (dato friki que solo me interesa a mí: nacimos el mismo día del año, un 17 de diciembre).

Hacemos la subida hasta arriba sin caer en la cuenta de que se supone que está prohibido tener ayuda externa, aunque realmente no me está haciendo de liebre, simplemente petem la xerrada cuando el aliento me lo permite. Yo sigo a mi torticero ritmo, bastante tengo con sobrevivir a ese Sobrepuny del que tanto me avisaron y casi se quedaron cortos (de ahí lo de #putusobrepuny). Eso sí, no voy a negar que el mero hecho de su compañía, que las cuatro gotas que nos caen brevemente y que cada vez hace más fresco, me ayuda muchísimo a que no se eternice más de la cuenta.

Pago con la cara.

Llegamos a la cima regalándome un mini sprint by the face y Marc saca de la mochila una gorra. «Toma, has llegado a la cima del Sobrepuny, así que eres el rey de la montaña»… Va, no sé… qué queréis que os diga, momentazo de esos que valen toda una competición (y ya van unos cuantos). Me la encasqueto (y ya no me la sacaré en toda la carrera), le pedimos a un compañero que también ha subido a la cima a animar que nos haga una foto y nos despedimos. Realmente tengo la sensación de que me la he ganado. Seguro que hay un montón de subidas de competiciones mucho más difíciles que ésta, y que con la perspectiva del tiempo valoraré al Sobrepuny con un poco más de objetividad y menos de emoción, pero hoy realmente siento que he hecho algo grande.

Me despido y ahora toca bajar… Un puto suplicio, primera parte técnica, segunda pistera pero guarrísima (llena de piedras sueltas que son una tortura para mi uña: en mi delirium tremens ahora tengo la sensación de que se ha arrancado del todo y la tengo jugueteando por el calcetín) y una parte final técnica y rápida con constantes tachuelas que me van matando lentamente. Lo paso casi peor que en la subida porque Obama ya está estudiando imponer severas sanciones al desafío nuclear que está cocinando de mi estómago. Y encima sin una gota de agua y abominando de la isotónica que llevo en la otra botella, tengo que parar en un riera para abastecerme. Decido que estos últimos 25 km voy a ir a palo seco: agua y, si puedo, sandía. Total, más lento es difícil que pueda ir.

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Foto de Toni Artigues / Klassmark

La agonía no acaba en el Sobrepuny

Uno de esos momentos ridículos tan típicos de mí. Salimos del avituallamiento de Castell de l’Areny y a los pocos metros pasamos por una masia que tiene pinta de casa de colonias donde una docena de chavales se han acercado a animar. Como hace un poco de subida toca hacer el canelo pecholobista de que vas sobrado haciendo ver que trotas y que todo está bajo control (no soy el único, al que va 50 metros por delante también le pica el orgullo). Les agradezco los ánimos y acelero un poco hasta que 10 segundos después me avisan de que el camino a seguir no es por donde me están forzando a ir mis piernas, una suave bajada pistera, sino que tengo que comenzar otro nuevo muro.  Me giro, me hundo y me pongo andar… se petan de mí los monitores y yo con ellos.

Foto de Toni Artigues / Klassmark

Y es que comienza a apretar el calor y me toca encarar una zona más destapada. Aunque no lo parezca, me estoy metiendo 2,5 km de subida que se va a hacer casi igual de larga que el Sobrepuny. Como está salpicado de descansillos lo voy salvando como puedo. Ayuda mucho pasar por varias rieras donde mojar un poco la cara y las piernas. Ya aquí nos vamos a pasar y repasar las mismas caras, así que toca ir animando cuando los adelanto o me adelantan porque estamos en ese periodo de la carrera en el que ya es demasiado tarde para echarse atrás pero aún nos queda un mundo para cruzar la línea de meta. Transcurren un par de km y aún retumban por la montaña los gritos de los jovenzuelos. En mi demencia noto como los dedos de mi pie maltrecho comienzan a cocinarse sobre un baño maría de sangre coagulada.

Foto de Toni Artigues / Klassmark

Y de esas que bajando por un sendero ya cerca del avituallamiento de Sant Romà de la Clusa se interpone en mi paso (o yo en el de ellas, Pitxapins go home) media docena de vacas, una de ellas justo en medio del recorrido. Intento pedirle permiso con la mirada y, asustada, se marcha unos metros más abajo, el resto se lo mira expectante por si hace falta acudir al rescate con una patada voladora. Sigo adelante y… giro de 180º para volverme a encontrar con la misma vaca que me vuelve a hacer barrera. «¿Otra vez tú? ¿Pero de qué vas, tío?» me dispara con la mirada y yo le suplico con la mía de que no busco guerra. Se aparta y puedo seguir con mi vida disfuncional.

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Camino de Arderico, esto me lo sé

Aquí viene mi salvación en forma de rebanadas de pa amb tomaquet con delicioso embutido. No puedo reprimirme, me la juego y me tomo una que me revitaliza tanto como para que esté agradeciendo eternamente a las voluntarias como si fuera el niño de la Nintendo sixtyfooooour.

A partir de aquí me conozco bastante bien el recorrido porque es casi calcado al Trail del año pasado. Una ventaja que me vendrá genial para ir administrando las fuerzas que me quedan y para ofrecer algo de info útil a ese grupo de 6-7 que nos vamos encontrando y desencontrando y que realmente comienza a pasarlas putas. Me mojo mi espectacular gorra del tonto del premio de la montaña y comienzo a tirar millas.

A los pocos metros me encuentro un par de geles tirados por el suelo, en total llevo una docena recogidos a lo largo de la carrera, una cifra que entra dentro de la lógica del descuido (a veces se caen, no somos perfectos) aunque me hierve por dentro el comprobar que ya he pillado tres de la misma marca y color, los tres usados. Nota: es una manía particular, casi lo hago más por un tonto cargo de conciencia que porque sea un talibán de lo limpito, digamos que intento honrar la montaña que me ha dejado juguetear en sus faldas cuando puedo (que no es siempre) aportando mi granito de arena. También hay cáscaras de plátano y naranjas y… no, ¡basta ya, David! deja ya atrás ese trastorno compulsivo.

La subida me la pulo no fácil pero sí con la sensación de que estoy dosificando perfectamente. Mi cara es un poema pero la del resto anda en las mismas coordenadas. Y antes de afrontar la bajada al Refugi Arderico que me va a volver a dejar una sensación agridulce (daría mi reino por poder bajar a lo kamikaze estos corriols) me paro un par de minutos a ver el impresionante paisaje que tengo en frente. Qué maravilla, por Dios.

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A partir d’aquí tot és Art

Eso es lo que reza el cartel que hay tras abandonar el último avituallamiento. Si la subida de Arderico es tan inspiradora como para catalogarla de arte creo que mi lugar está en casa viendo ‘Sálvame’, quin patiment. Pero, vamos, que es la última, quedan poco menos de 8 kilómetros y 6 se suponen que son de bajada (y un cuerno, todas las bajadas aquí tienen su trampa en forma de falso llano y tachuelas).

Voy fácil, aguantando sorprendentemente bien el calor y volviendo a cazar a toda esa gente que hoy me pule indiscriminadamente en las bajadas. Y es justo, ahí, al inicio del último gran descenso cuando me sobreviene una sensación de tristeza contenida. Me escoro a un lado para facilitarles el paso y los veo como se escapan en la lejanía a todo trapo, rollo un capítulo del Dr. Slump. Joder, yo quiero estar ahí, bajando a tumba abierta estos corriols que te están pidiendo a gritos que los maltrates y les des caña y, en cambio, veo desde la ventana de clase, donde estoy castigado, como el resto se lo pasa bomba en el recreo.

Ya en los últimos estertores de la carrera, un chico me indica que me quedan cuatro kilómetros; 300 metros después otro me indica que me quedan tan solo dos. Prefiero no hacer cálculos y me conciencio de que me voy a pasar 45 minutos más dándole a la manivela de mis piernas, si luego resulta que es menos, bienvenido sea. Y lo es, a los cinco minutos ya veo el pueblo, miro el reloj… Y comienzan a asaltarme centenares de » Y si…». Oye, ya da igual, disfruta lo que queda, no puedes destejer lo que has hecho… y realmente no lo haría, esta aventura es otra más que me guardo en el recuerdo y no le cambiaría ni una coma.

Entro en el pueblo, me cago en la puta madre del ingeniero que inventó el concepto de la escalera, y me paseo a buen ritmo hasta meta. 10h03, el 98 en la clasificación final y otra más a la saca.

Veo a Jordi, nos contamos la misma pena (los dos nos hemos quedado con la espina de por tres minutos…) y comienzo a saludar a todos con los que he ido compartiendo  kilómetros mientras me acerco a la montaña para esperar la llegada de David que se está cascando una señora carrera y saludar a todos los que van pasando.

No tengo ninguna sensación especial a la hora de acabar.

Es, simplemente, acabar

Como esta crónica.

Se acabó.

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