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Lo que veas por la tele no lo intentes en casa

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Para los que hemos crecido en la edad de oro del Pressing Catch seguro que nos resulta familiar un insert que salta a mitad de los combates y que se resume en su lapidaria frase final: Por favor, no intentes esto en casa. Seguramente lo estabas viendo mientras probabas con tu hermano menor algún golpe maestro sin advertir que eso revistiera algún peligro a su integridad.

Ese escenario es totalmente trasladable al mundo del deporte (el de verdad, no el del fake de la lucha libre, aunque también tengamos nuestras mentiras asentadas en el dopaje por sistema). Lo noticiable suele ser aquello que no es habitual y además desprende algo de morbo . También sucede en las carreras populares: nunca verás resaltar más que una persona ha corrido con dos dedos de frente y que, gracias a eso, ha conseguido un gran resultado, que aquél que está al borde o directamente se precipita en el drama para conseguir ese objetivo. Lo último siempre se vende como una heroicidad. Y la gente lo compra y comparte porque lo que interesa no es la contrahistoria sino la viralidad del titular y porque algún día nos encantaría imitarlo.

Hace ya un puñado de años, mientras apuraba los últimos metros de una maratón de la que hacía algunos minutos que había desconectado en el plano competitivo y me conformaba con disfrutar sin agonías del ambiente que rodea este tipo de eventos, me topé con un escenario que me acabaría marcando más de lo que me hubiese gustado.

Justo delante de mí iba dando tumbos un corredor que apenas podía mantener el equilibrio forzando al límite para llegar a meta. Lo pude agarrar antes de que se cayese al suelo, y la primera reacción fue la de ir a por él porque «joder, pobre, que a falta de 100 metros se va a quedar tirado con lo que cuesta acabar un maratón». Así somos los corredores, que empatizamos con el sufrimiento y el sacrificio sin pensar en las consecuencias de nuestros actos. No sería para nada negativo siempre y cuando los objetivos vayan de la mano de la cordura. Y no era el caso.

Así que en plena euforia maratoniana se me ocurrió la genial idea de trasladar al chico (que para nada tenía pinta de novato; no van por ahí los tiros aunque a algunos les encante la sonata del se ha perdido el respeto a la distancia) de la forma que Alistair Brownlee agarró a su hermano Jonathan esos últimos metros. Primero con la ayuda de un compañero de su club que le acompañaba para luego tomar el testigo una asistencia médica que al instante apareció allí y al que le convencí para llevarlo a peso hasta la línea de llegada. Curiosamente, el compañero se fue pitando a cruzar la meta… cosas de ir con la adrenalina a tope, supongo.

Recordaré siempre como a falta de un par de metros, el mismo corredor que apenas podía mantenerse en pie, encontró la energía suficiente para pedirnos balbuceante que le dejásemos libre para cruzar sólo. Quería ese segundo de gloria para él. Levantó los brazos y acto seguido cayó desplomado ante el equipo médico que ya estaba reunido para asistirle ahí mismo.

Lo que en un principio creí un acto de valentía (suyo) y de compañerismo (mío), se tornó en una tarde funesta al llegar a casa, conectar el ordenador y contemplar con estupor la siguiente noticia: «Fallece un corredor en la Marató de Barcelona tras cruzar la línea de meta».

El crono que indicaban el medio donde leí la noticia era casi idéntico al nuestro, solo fallaba una cifra, algo que me llevó a la zozobra: conociendo los medios desde dentro sabía que esa posible errata entraba dentro de las habituales de aquellos que priman la rapidez de la exclusiva a la veracidad de la información contrastada. Más en una época en el que el atletismo popular interesaba lo justo (todavía esas empresas no eran conscientes de la pasta que se movía y cómo ellos mismos podían aprovecharlo; ahora hasta organizan carreras).

No miento si os digo que fueron las dos peores horas de mi vida (o de las peores), cavilar con que que mi acción podía haber llevado al otro barrio a ese corredor, que quizá no hubiese habido males mayores pero siempre te queda esa duda (solo eran 100 metros). Tras decenas de llamadas comprobé que ese medio estaba en lo cierto y que, por desgracia, el fallecido existía, pero llegó a meta una hora después. No era el chico al que yo estuve a punto de darle el último empujón al abismo por un acto de heroicidad mal interpretado.

Desde entonces (bueno, un tiempo después ya que me costó unos días asumir del todo lo irresponsable de mi acto) tengo clarísimo la forma de proceder, que lamentablemente he tenido que llevar a la práctica más de una vez: si veo que alguien está mostrando claros síntomas de debilidad cercanos al colapso (otra cosa son las lesiones, que según en qué grado aún te podría permitir seguir hasta meta para que allá te revisen mejor), se acaba la carrera para él. Por mucho que se resista, cuando vas dando tumbos y eres incapaz de responder a las preguntas es que ya no estás capacitado para actuar con cordura; os lo digo con conocimiento de causa: hace poco tuvimos que frenar a un chico que cruzó la meta y aún seguía corriendo en pleno delirium tremens). Se acaba la carrera para él… pero también para mí, al menos hasta que lleguen las asistencias y me digan que allí molesto más que ayudo.

Y, ojo, que de excesos no nos libramos casi ninguno, yo el primero. En un trail de montaña un par de amigos que me hacían seguimiento me tuvieron que retirar a mitad de competición porque llevaba el tobillo como una bola de billar y yo estaba entestado en finalizar la carrera. Si hubiera seguido, esas dos semanas sin poder trotar se hubieran convertido en varios meses sin mover el pie, es por eso que es muy importante que alguien que esté más sereno que tú te diga que ya toca parar. Nunca lo agradeceré lo suficiente.

Veo la famosa escena de los hermanos Brownlee repetida una y mil veces, más que nada porque es la perfecta carnaza para ese nuevo periodismo y bloggerismo que va de irreverente y no pasa de imitar a La gente de Bart, y comprendo perfectamente la forma de actuar de Alistair, de querer que su hermano llegue, aunque sea más por apurar las posibilidades de una victoria que por el compañerismo de alguien que se preocupe por la salud del otro.

Seguramente Alistair conozca lo suficiente a su hermano como para sostenerlo varios cientos de metros y tirarlo a meta como un saco de patatas. Son gente que están acostumbrados al ir al límite, ya sea porque el nivel de los rivales no les deja más margen que ése, por la presión de los patrocinadores y la de todo una sociedad donde se valora más el resultado que la forma de conseguirlo, o por la propia ambición personal.

Pero que no se nos olvide: son gente que vive y comen las 24 horas de ello, el tiempo suficiente como para saber hasta qué punto pueden arriesgar el físico… y a veces pasarse de frenada sabedores de que habrá alguien allí que recoja sus despojos y cuiden de ellos. En definitiva, que lo serán todo menos un ejemplo para los que corremos como una actividad donde la competición va de la mano de lo lúdico y saludable más que convertirse en una disputa a cara de perro y poniendo en grave riesgo nuestro estado físico y mental.

Los populares que contemplamos por televisión esas supuestas gestas tenemos la suerte de no pasar cuentas con nadie más allá de aquella gente que nos quiere, de estar aquí porque nos encanta hacer deporte, y de que nuestra misión no sea otra que la de volver con la satisfacción de que correr te aporta más de lo que te quita.

Compañerismo no es apoyar hasta la muerte los planes imperfectos, compañerismo es saber decir No antes de que estos planes empiecen a torcerse.

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Grafismo montado gracias a Pictogram Free, Public Domain Vectors y World Triathlon

 

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