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Cuento aún por titular (III)

En los días sucesivos y gracias a un servicio de limpieza la mar de eficiente, la obra empezó a echar raíces y encostrarse, tomando aposento en su nuevo formato. La gente que pasaba por al lado quedaba totalmente subyugada por su cromatismo orgánico, unos trazos la mar de dadaistas, y un hedor ránciamente sospechoso por conocido (ciertos lavabos visitados en juergas nocturnas tenían la culpa). Los transeúntes se quedaban absortos, fascinados ante tal virtuosismo, un chute de irrealidad que no alcanzaban a explicar pero que de un modo misterioso comprendían. Ese dechado de ira e inspiración plasmado sobre tocho había alcanzado directamente lo más hondo de sus conciencias.
Poco a poco la multitud fue comentando esa obra anónima (anónima tal como la conocemos hoy, no a lo Banksy, que eso no es anónimo ni es nada). Y comenzaron a preguntarse quien podría haber efectuado tal derroche de bilis y algo de higadillos en descomposición.
El runrún llegó de inmediato a las oficinas de un conocido programa de tendencias, que corrieron como si les fuera la vida en ello (más tarde se demostraría que sí, que realmente les iba la vida en ello)  a registrar la obra con el fin de dedicarle un especial entero, con su lindísima presentadora hincando la bandera de la exclusiva en lo alto de semejante descubrimiento.
Pero nada más llegar, la desilusión se apoderó de sus ànimas. TODO el mundo estaba allí, desde la vampiro reportera del telediario matinal ávida de cualquier noticia que llevara la palabra sangre en su titular, a los agitadores culturales que calculaban en vivo el valor artístico de la obra en millones de referencias con nombres incomprensibles y colegas a los que poder chuleárselas. Por supuesto, tampoco faltaron ni el enviado de la Santa Sede que venía a corroborar que tras esas supuraciones gelatinosas y oscuras no se escondía otra cosa que la cara de Jesucristo, ni esos becarios con aires de grandeza y sesudos comentarios que compaginaban la crónica social con su gran sueño: conseguir ser camareros en el club de moda y escribir una novela sobre ello. La monísima coolhunter, enviada por el programa más avanzado de la semana, había llegado tarde, había perdido la exclusividad.
Pero aferrándose a la máxima de que si otros ya han echado el guante a alguna novedad, esa novedad de inmediato queda obsoleta, se volvió a la redacción despreocupándose de darle cobertura alguna. Sabía que en un par de semanas (el suficiente tiempo para que sus amigos copiones y sin talento fusilaran el estilo de la obra) podría rescatarla como objeto vintage y movimiento rabiosamente anarquista condenado al ostracismo.
La monumental creación fue adquiriendo rápidamente una notable relevancia, comenzando a abrirse hueco en los informativos, primero como mera curiosidad (codo a codo con la aparición de un nuevo deforme de circo del que reírse porque a ti no te ha tocado, el nuevo estudio de lo mal que hacemos la cama y el desfile de esqueletos cenitales de Custo, uno que entraba de pleno en la primera de las noticias) hasta alcanzar a protagonizar el noticiario solapando a una de las informaciones del año: el advenimiento de Appelgoo, el nuevo referente para quedarse en casa malgastando tú vida.
Como no podía ser de otro modo, los chicos de tendencias empezaron a echar mierda acerca de la obra nada más pisar el plató, aunque para ese tiempo ya llevaban tatuada en la frente la palabra fracaso en caja alta y comic sans, que jode más. Una tristona vomitera les había dejado por primera vez en evidencia. La creación había sobrepasado sus expectativas (y las de cualquier ser humano). La expectación de la muchedumbre era tal que las parrillas televisivas (sin que sirva de precedente) tuvieron que ser modificadas para dar cabida a las novedades acerca de ese derroche interpretativo, llegando a provocar la suspensión de la emisión de Gran Hermano y posponiendo sine die la retransmisión de la final de Champions.
Ante tal panorama todos los coolhunters comenzaron a darse cuenta que empezaban a quedarse atrasados, una palabra que les recordaba momentos duros en las horas de recreo de la educación primaria. Y lo peor es que comenzaba a tambalearse la frágil confianza que había entre ellos construida a base de ignorar lo ignorante que era el otro y el miedo a mostrar lo ignorante que era uno mismo. Bueno, eso y una ansias arribistas que ni Carla Bruni. Así que discretamente comenzaron a apuntarse al carro de alabar la obra más comercial de ese autor anónimo que ahora, sorprendéntemente, ya conocían, eso sí, haciendo hincapié en que «las anteriores eran mejores», cuando era underground y no exponía en salas tan multitudinarias como las calles de la ciudad.

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