¿Quién puede matar a Millet? (sí, ahora voy de Sharpe)

La ejecución se estaba demorando en exceso. El calendario nos situaba en el 2029, año en el que la ciudad de Madrid era la principal favorita para albergar los Juegos Olímpicos, en que la moda dictaba que ya no se llevaba cortarse las venas haciendo el siete con el cutter (ahora se estilaba que tu novio te dejase unos bonitos moratones con forma de comunidad autónoma), y en el que el más ignorante podía ejercer de agitador cultural apelando a Stendhal y al reggaeton a la vez. O sea, que las cosas apenas habían cambiado.

Hacía más de una década que la sentencia era firme: el señor Fèlix Millet debía ser ejecutado con la técnica del golpe seco de contrabajo. Nadie dudaba de que fuera una sentencia justa (incluso las FAES le había devuelto el carné), y más cuando se supo que todo el dinero desfalcado servía para financiar al comando terrorista responsable de los asesinatos de Isabel Coixet, Kiko Amat, Ray Loriga, Espido Freire y Lucía Echeverria. Con tal magnicidio cualquier remota posibilidad de alzarse con el Nobel había sido aniquilada.

Y no se podía achacar a que no se hubiera intentado. Los más implacables verdugos de la historia mundial (El amor platónico, el Tenerife F.C. y el señor Insuficiente Alto) habían sucumbido en el desafío. Y es que era ponerse a ejercer el segundo oficio más viejo del mundo, y contemplar esa mirada estrábica, compungida, dulce y maligna, y acabar uno por derretirse. ¿Quién en su sano juicio podía hacer daño a este entrañable pellejo? ¿Quién podía afirmar que tras ese cuerpo quebradizo y esa pose de Steve Urkel de “¿he sido yo?” se escondía el responsable del boom demográfico del siglo XXI y el creador de la exterminadora bomba solar? Una persona de bien, seguro que no. Y estaba visto que una persona de mal no tendría las suficientes pelotas.

Así que, como último recurso y en un intento desesperado por finiquitar la situación, que se resumía en finiquitar a semejante bicho, se vio con buenos ojos llamar a la puerta de los EE UU haciéndole extensivo el marrón con el pavoroso mensaje de “Millet puede ser el próximo Bin Laden o, peor, el próximo Gandhi”. Pero la presidenta Michelle Cheney, (más conocida como la viuda negra: ya iba por su sexto apellido), en bastantes fregados estaba inmersa. Suficiente tenía con una guerra abierta contra las tropas del eje del fatal (las  perversas Groenlandia, Nueva Zelanda y Antártida, países cuya maldad rayaba casi lo pacífico), y esa amenaza terrorista nueva e intangible que era la Isla de Perdidos. Millet no tenía hueco en su particular Agenda Setting.

Para entonces ya estaba claro que al Miniyo de Sarrià, al culpable de la desaparición del lince ibérico y de la prohibición del botellón en la vía pública, como a los grandes dictadores, le iba a costar morir. Pero aún más que los demás no podían convivir en su mismo espacio. Así que se decidió aprobar un decreto ley por vía de urgencia que literalmente rezaba que “si la montaña era incapaz de acercarse a Mahoma, Mahoma, etc, etc. etc.”. El auto exterminio era mejor que vivir aguantando a duras penas la losa de lo que pudo ser y no fue, lo que no sucede y sucede.

Así, los agitadores culturales reconvertidos en rebanadores guturales, cutter en mano, por fin fueron útiles. Los novios de mano larga pudieron expandir sus conocimientos a toda la sociedad, dándose un homenaje final a si mismos. Criando malvas, todos eran más felices. Aunque para feliz feliz, Feliz Millet. Un par de semanas más tarde Madrid fue designada sede de los Juegos Olímpicos. Un mes después la Presidenta de los EE UU estrenaba nuevo apellido de marcado acento catalán.

PS: El único chiste con gracia salvable de esta abominación no es mio, si no que viene facturado por el Gran Gabri.